(Extracto tomado del libro de Manuel ATIENZA, "La Guerra de las Falacias", 2da. edición ampliada, Editorial Compas, Alicante, 2006, p. 158-161).
¿Por qué -cabría preguntarse- esa propensión a cometer falacias que, a lo que se ve, caracteriza a los políticos, periodistas, eclesiásticos y demás hombres públicos? Jeremy Bentham, autor de un celebrado libro sobre el tema, Falacias Políticas, lo atribuyó, sobre todo, a lo que él llamaba "intereses siniestros", esto es, los intereses particulares de los poderosos que pugnan con el interés público (la felicidad y el bienestar de la comunidad en su conjunto) al que tendrían que servir. El mismo Bentham -a comienzos del XIX- señalaba que la defensa de -y la oposición a- los abusos del poder se habían hecho, en el pasado, "por el fuego y por la espada", mientras que en su época se habría extendido universalmente "el arma de las falacias" a la que debía oponerse "el uso de la razón".
Pues bien, como en toda guerra, se hace indispensable disponer de algunas instrucciones sobre cómo combatir en ella. Ofrezco aquí al lector, y a modo de despedida, un decálogo de reglas, consejos y reflexiones breves que quizás puedan serle de utilidad si se hace -o ya es- combatiente de esta causa. Hélo aquí:
1. Los argumentos falaces no son los que van en contra de nuestros intereses o los que, sencillamente, no nos gustan. Puesto que no es difícil cometer falacias, hay que ser muy cauto a la hora de identificarlas.
2. Hay, naturalmente, ciertos indicios de que un argumento es falaz. El más importante es que "choque" contra nuestro sentido común, mucho más fiable a la hora de detectar el error que de conducirnos a la verdad.
3. Existen ocasiones en que todos, o casi todos, están equivocados y sólo uno, o muy pocos, están en lo cierto. Pero ésta no es una situación muy frecuente, especialmente en los asuntos públicos. La guerra contra las falacias no ha de librarse, pues, con el propósito de ser original sino de formular con precisión lo que muchos han pensado -o podrían haber pensado- sobre un asunto.
4. Las falacias, los malos argumentos que parecen buenos, envuelven en ocasiones errores lógicos en sentido estricto. Pero siempre -al menos, siempre que son peligrosas- presuponen alguna concepción inaceptable en materia moral o política.
5. Para combatirlas con éxito (una consecuencia de lo anterior) no basta con revisar si los pasos de una argumentación (las inferencias) son o no aceptables.Hay que preguntarse también por las premisas de las que se parte.
6. Los teóricos de la guerra justa solían distinguir entre el ius ad bellum (el derecho a hacer la guerra - cuando existe una causa justa) y el ius in bello (las reglas que rigen el desarrollo de una guerra: por ejemplo, cómo tratar a los prisioneros). Quien comete una falacia infringe alguna de las reglas que rigen el juego de la argumentación racional, y ello legitima (si la infracción es de suficiente gravedad) que se le combata. Pero no de cualquier forma: las reglas del juego limpio protegen también a los infractores.
7. Como siempre ocurre en materia de argumentación, la victoria es para quien resulta más persuasivo. Pero el problema es: ¿frente a quién? Persuadir el oponente está, normalmente, más allá de lo humanamente alcanzable. Pero siempre habrá gente en posición de imparcialidad -los lectores de un periódico, por ejemplo- a quien dirigir los argumentos con esperanza de éxito.
8. Quien combate contra las falacias ha de hacerlo sin ninguna esperanza en una victoria final, pues lo que las genera -los "intereses siniestros"- no pueden hacerse desaparacer, simplemente, a golpe de argumento.
9. Sin ambargo, también en esta guerra el combatiente necesita tener "moral de victoria": ha de pensar que, en condiciones normales, los buenos argumentos derrotan a los malos (y a los que parecen buenos sin serlo).
10. Refutar un argumento no suele equivaler a resolver el problema que lo generó. Pero no pocas veces es el primer paso en el camino de la solución.
MANUEL ATIENZA
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